Correo de Lectores de un viejo y querido vecino que siempre tiene presente el pueblo: Eduardo “Grillo” Baraboglia.

El 1950 fue dedicado a conmemorar el centésimo aniversario de la muerte del  Libertador.   Toda la comunicación oficial iba precedida con una leyenda que decía.

                        "1950 año del Libertador General San Martín"
 
   Los Baraboglia eran en La Madrid nueve hermanos (cinco varones), siendo mi padre el menor de ellos y el anterior, un año mayor era Emilio. Éste vivía con su familia en la calle Moreno antes de llegar a Rivadavia y todo el resto entre su casa y la esquina la ocupaba el almacén y verdulería de la familia Caputo. El nexo de amistad se debía en parte a mi primo Jorge Baraboglia, hijo de Emilio y a José Luís  Caputo.
  Volvemos al fervor sanmartiniano que cubría todo el largo y ancho del país sin distinción de edad, nacionalidad, filiación política, ocupación etc. El acto principal fue a las tres de la tarde con la inauguración del monumento al General San Martín que está en el centro de la plaza.
  A media mañana venía Jorge llorando desconsoladamente, salió Emilio y le dice ¿Qué te pasa Jorge? --Que se murió San Martín.  --Pero hace cien años que se murió... --Sí pero se murió, se murió y seguía llorando. --¿Quién te dijo eso?. --José Luís. --Andá a buscar a José Luís. Al rato venían los dos.  --Me quieren decir por qué lloran. --Porqué se murió San Mantín ( con "n"). --Pero no sean pelot... si hace cien años que se murió y les explicó cómo pudo. Aunque no convencidos se quedaron los dos más tranquilos.
    Pero algo tenía que pasar. A unos metros de la esquina sobre Moreno vivía la familia Bianchi y justo se muere el padre (los hijos eran pintores y músicos). Lo viene a buscar el coche fúnebre que en esa época era una carroza tirada por caballos y se da el hecho que lo ven José Luís y Jorge y como era de esperar ambos irrumpieron en una fuerte llanto y Jorge le decía al padre. --¡ Ves que José Luís tenía razón, ahí se lo llevan a San Martin.

                      Y ya no hubo manera de convencerlos
                                    
                                    Eduardo R. Baraboglia